Tus
manos y mi cuerpo formaban la combinación perfecta de placer y nerviosismo a la
vez. Y es que, estaba tan enganchada a ti que me sabía de memoria las
constelaciones que creaban tus lunares. Podía colgar de cada una de tus
sonrisas y vivir eternamente en cada una de esas miradas de amor-deseo que me
lanzabas. Parece ser que es verdad que cuanto más alto subes, más grande es la
hostia que te das, y, en mi caso, ha sido mucho peor que eso.
Nadie
me mandaba engancharme a ti, a tus gestos, a tu forma de caminar… pero lo hice.
Me enganché tanto que de ti dependía mi equilibrio, mi soledad, hasta mi
autoestima. Y es que, para que mentirnos, si no estabas tú, lo demás no
me importaba. Quizá ese fue el error, que me centré demasiado en ti.
Tus ‘te
quieros’ en susurros sonaban tan alto en mi cabeza que podían
reventarme los tímpanos y aun así no me importaría. Los muelles de la cama se
acostumbraban a cada uno de nuestros besos ruidosos y las pareces de mi
habitación, ya absentas de ruidos, nos miraban con miradas cómplices. No sé que
encontré en ti, que es lo que pudo hacer que dependiera de cada uno de tus
suspiros en mi nuca o, de tus dientes en mi clavícula.
En
realidad, nunca antes conocí el amor. Había oído hablar de él pero, como
siempre, una cosa es que te hablen de algo y otra cosa es sentirlo, en este
caso. Eras tan apropiado para cualquier ocasión… No te costaba nada
ponerte un ridículo traje con corbata, a pesar de que las odiabas o simplemente
te gustaban más puestas en mi que en ti, pero lo hacías y realmente, estabas
jodidamente perfecto. Como siempre. También he de admitir que ese estúpido
traje quedaba mejor en el suelo de mi habitación, y tu cuerpo, junto al mío
entre sábanas blanquecinas.
Nunca
te gustó pasear por la calle de la mano pero, sí sabías lo que a mi realmente
me gustaba y lo hacías. Eras capaz de tirar esa pequeña moneda a cada fuente
que nos encontráramos delante y hacerme sonreír con la típica frase de ‘Deseo… que me bese
cada mañana y nunca salga de mi cama.’ Y me mirabas.
Yo sonreía. Y el mundo se paraba.
Quizá
lo nuestro solo fuera sexo, o deseo, o pasión. ¿Quién sabe? Pero me hacías
jodidamente feliz. Puede que hasta existiera algo de ‘amor’ a pesar de
que no fuera del verdadero y, también puede que, a veces, me eches de menos.
Que no te nombre no
significa que te haya olvidado.