expr:class='"loading" + data:blog.mobileClass'>

Carpe diem (vivir el momento)

viernes, 3 de agosto de 2012

Mi ley de vida era echarte de menos.


Quise caminar sola para que nada ni nadie pudiera recordarme más a ti.

Conmigo misma tenía tortura suficiente. Cada pequeño bache me recordaba a ti, ¿lo más gracioso? Que cada victoria, también. 
Solía depender de ese movimiento que hacías cuando sacabas el humo de tu boca, de la forma tan peculiar que tenías al pestañear, o de ese pequeño hoyuelo que te salía al reír. Pero eso era darle demasiado énfasis a nuestra relación amor-odio que solo nuestra cama entendía. Obtuve más de un problema conmigo misma cuando te veía y esas ganas de darte un bocado en el labio me consumían sin tregua. Quizá era ése morbo de tenerte el que no me dejaba en paz, el que hacía que no consiguiera mi equilibrio emocional, pero aun así, no me importaba.
Siempre fui una negada en el amor, en enamorarme, en enamorarte, pero principalmente, fue culpa de mi hipocresía. Solía decir que solo me enamoraría de la pieza que complementara al puzzle, de la persona perfecta, de mi media naranja. Tardé una noche en darme cuenta de que todas esas expectativas no existían, más que nada, porque apareciste tú. Apareciste desde el fondo, consumido en tu humo, eclipsando media vida, pero no te importo. Echaste mis esquemas a la basura, y después la prendiste fuego. Me enamoraste, me enamoré aun sabiendo que estaba rompiendo con cada una de mis leyes, pero en realidad, aplacabas cada mal míos cuando sonreías. 
Tengo que confesar que desconfiaba de mi auto-control cuando pasabas a pocos centímetros de mí, haciendo que el aire que hacías al pasar, moviera mi pelo. Quise huir de la monotonía de tenerte, pero me fue imposible. Cometí más de un error besándote cada noche y deseando amanecer en tu cama una vez más, aun sabiendo que nunca llorarías por mi ausencia. Los bostezos a tu lado eran bonitos, pero no podía ser comparado con las reflexiones que me hacías. 
A pesar de que nunca te dije lo mucho que me gustabas, por culpa de ese pacto tan ridículo de 'Solo sexo', lo sabías. Sabías que me temblaba cada gramo de mi cuerpo cuando tu mano acariciaba mi piel desnuda, y  el saber que yo te tenía como 'hombre imposible' te ponía más. 
El típico cabrón hijo de puta que se acuesta con cualquiera y a la mañana siguiente no se acuerda de ellas. Ese eras tú, pero conmigo nunca fue así.
Cada noche, el teléfono sonaba marcando tu número, sonando tu voz, pidiéndome que me pasara por tu casa. Y así, cada noche. Adicción. Aunque tú no lo admitieras, tú también me querías, aunque solo fuera a ratos. 
Tanto tiempo dependiendo de la cuerda que ataba tus sábanas a mi cuerpo, logré desengancharme de cada uno de los poros de tu piel. Dejé de lado el sabor de tus labios y empecé a olvidarme de todo ese placer que me daba verte sonreír. Mandarte a la mierda, hasta que una vez más, como tantas otras, volví a echarte de menos. Con una sola mirada me desarmabas, como si tiraras cada una de mis balas al suelo, delante mía, y me hicieras ver que había vuelto a perder otra vez, que habías ganado la partida. El éxtasis invadía nuestros cuerpos. Pero eso no importaba. La impotencia y el (medio) arrepentimiento me invadían cuando amanecía en tu cama. Pero eso era así, ley de vida. 

Tú dependías de mi cuerpo, y yo de tu sonrisa.